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Un chico muerto en la playa, buscando refugio en el mundo, huyendo de la guerra, escapando del cruel sonido de las armas y también del hambre.
Esta imagen del chico sirio Aylan Kurdi muerto en una playa turca, la desolación que desprende el gesto del guardia que fue a salvarlo, la luz, la playa, esa orilla que parece un símbolo del propio paso descalzo del muchacho por un mundo que ya no lo va a recibir nunca, ni a él ni a tantos.
Es un poema desgarrador, un réquiem como aquel que entonaba José Hierro: es un niño como millones de niños, un ser humano que ya ríe y pregunta y persigue sombras como si fueran juguetes.
El hachazo cruel de la época lo convierte en el retrato con el que la conciencia del mundo ha de convivir como la expresión de esa afrenta. El guardia hizo el gesto desesperado; pero antes del guardia fue el mundo el que no lo supo salvar; el guardia fue el héroe de los ojos tristes, hizo todo lo que pudo. No lo supo salvar el mundo. Su único destino, el de sus padres, el de sus pasos, era sobrevivir; su horizonte no era ni siquiera vivir, tener oficio, amores y despedidas: su destino, ese que yace ahora sin vida en el mundo, era el de dibujar en la arena la casa, el barco, y ya no hay ni casa, ni barco, ni nada. No hay nada.
El mundo se lo quitó todo: ni éste ni aquél, ni este país ni este otro. El responsable de esa terrible expresión de este tiempo es el mundo entero, porque el chico también es el mundo entero.
Sus manos son los dibujos que deja, su cuerpo de tres o cuatro años es lo que queda del árbol que él hubiera imaginado que era la vida, y antes de tiempo supo que el mundo no sabe salvar a los chicos porque también desconoce cómo salvarse. Ahí yace, en esa playa, el mundo entero.
Fuente: Lanacion.com.ar