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50 años después, el panorama se distorsionó un poco. Es cierto, en materia educativa crecimos y avanzamos bastante pero si hablamos de “castigo”, considero que los métodos para reprimir también han evolucionado. Video: Documental explicativo sobre La noche de los bastones largos, producido por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).
Hacia finales de los años ’50, principios de los ’60, la Universidad de Buenos Aires (UBA) vivió un agitado proceso de crecimiento, producto de las numerosas investigaciones científicas que se estaban desarrollando. A su vez, la institución gozaba de reiteradas visitas encabezadas por docentes y científicos extranjeros que contribuían en gran medida con los avances que se estaban logrando. Por otro lado, tuvo un papel decisivo la creación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas (CONICET) como la fundación de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA).
Sin embargo, más allá de los éxitos cosechados en el ámbito científico, la realidad argentina era otra. La inestabilidad que padecía el país coleccionaba democracias débiles y gobiernos de factos cada vez más violentos y rígidos. Es así como el 28 de junio de 1966 el presidente de por entonces, Arturo Illia, fue derrocado en un Golpe de Estado por el teniente general Juan Carlos Onganía. Luego de este evento, todo se tornó difícil y sanguinario. Incluso para los golpes de estado que le sucedieron años después.
Revolución, sin duda
Con Onganía al poder se inició la dictadura autodenominada como Revolución Argentina. Hasta ese momento, las universidades públicas argentinas estaban organizadas de acuerdo a los principios establecidos en la Reforma Universitaria, los cuales decretaban la autonomía universitaria del poder político y el cogobierno tripartito de estudiantes, docentes y graduados.
Sin embargo, el nuevo régimen llegó para reivindicar el “orden” y dilapidar los pocos indicios democráticos que aún se conservaban. Una de las primeras medidas fue disolver el Congreso, destituir a la Corte Suprema de Justicia, intervenir a las provincias y prohibir toda forma de actividad política. Para concretar sus planes, restaba la universidad pública, fuente de diversidad ideológica y libre pensamiento en constante propagación.
Onganía no perdió el tiempo. Cumplido el mes de asumir el cargo máximo en el gobierno, intervino las universidades, particularmente la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales y la de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. La intervención traía consigo anular el gobierno tripartito, impedir toda actividad política y, por supuesto, reprimir a golpes, garrotazos o como lo conocemos comúnmente, bastonazos a todo aquel que se resistiera u opusiera.
“Pegaban bien, pegaban con habilidad”
Esa noche del 29 de julio de 1966 fue larga y dolorosa. La represión fue despiadada, cruel, sangrienta, sin distinción de géneros ni cargos. Docentes, alumnos, incluso decanos estuvieron dentro de la misma bolsa. Las Fuerzas Armadas de Onganía interrumpieron en el establecimiento y blandieron sus palos sin dudarlo. Los bastones arremetiendo y los gases lacrimógenos se llevaron el protagonismo de dicho episodio.
Manuel Sadosky, vicedecano de la Universidad de Buenos Aires, dijo en un reportaje para la revista Todo es Historia: “Recuerdo que yo usaba sombrero y lo tenía puesto, así que cuando pegaron los palos, el sombrero atenuó los golpes, que no parecieron gran cosa, pero después, en la comisaría, pasé frente a un espejo donde vi que tenía toda la cara ensangrentada y entonces me lavé, porque me daba vergüenza estar en esa situación. La verdad que es notable que con tantos palos que dieron, no mataran a gente, porque pegaban bien, pegaban con habilidad”.
El resultado de tal “escarmiento” arrojó 200 detenidos y varios heridos. Los objetivos de la intervención ya estaban estipulados de antemano: quitarle la autonomía a la UBA, eliminar la libertad de cátedra, atacar el ámbito intelectual, silenciar todo tipo de críticas al régimen, erradicar las ideas marxistas y de acción comunista y vaciar la construcción científica en ascenso que se venía gestando en el país.
Las secuelas de esa noche no se enterraron allí. El daño fue en aumento y se produjo lo que luego conocimos como la “fuga de cerebros”. Más de mil trescientos docentes renunciaron y centenares de científicos e investigadores se exiliaron a países como Estados Unidos, Canadá, Puerto Rico o cruzaron el océano para refugiarse en Europa. Su huida o la pérdida de nuestros profesionales se extendió hasta la actualidad, con miles de argentinos formados académicamente en nuestras universidades pero residiendo en el exterior y trabajando para universidades y capitales extranjeros.
El retorno a aquel suceso, tras 49 años de intentar superarlo, no es cizaña ni capricho, sino una necesidad. Se trata de activar la memoria, desafiarla no sólo a recordar este hecho lamentable sino a tomar conciencia de la serie de actos desmedidos que tuvieron lugar la noche de los bastones largos y, por supuesto, las consecuencias aparejadas del día después. Consecuencias que nos están llevando casi medio siglo de reparar.
Todo eso fue MENTIRA. Toda esa intervención y el disturbio policial. Las pruebas las tenemos a la vista. Ninguno cambió su forma de pensar ni acató órdenes por unos cuantos garrotes. La violencia como respuesta a la violencia nunca puede llegar a buen puerto. Todo ese teatro fue una gran mentira. Y acá estamos otra vez, intentando reconstruir desde las cenizas, desde lo que quedó. Ahora con la experiencia, los años y la memoria (sobre todo, la memoria).
Fuente: (Por Nadia Benitez/Corriendo La Voz)