El escándalo de Petrobras puede llevar a la presidenta ante un impeachment y sumir a la dirigencia política en el descrédito. Una riqueza en riesgo por la caída del valor de la empresa.
Apenas 81 días transcurrieron desde el día que Dilma Rousseff asumió su segundo mandato como presidenta de Brasil. En ese lapso, su gobierno fue cuestionado como nunca antes y apuntado desde distintos flancos con masivas movilizaciones, pedidos de "impeachment" y denuncias por corrupción que, si bien se dirigen principalmente contra el Partido de los Trabajadores (PT) –en el poder desde 2003–, involucran a toda la dirigencia política, retrató Tiempo Argentino. Una situación de crisis general que, según el oficialismo, fue potenciada por los medios de comunicación y algunos sectores de la oposición, a los que denunció por fogonear maniobras desestabilizadoras en un contexto de profundas dificultades económicas.
El clima de descontento popular en Brasil no es nuevo. Rousseff ya lo había experimentado en junio de 2013, exactamente un año antes del Mundial de Fútbol. En ese entonces, un millón de personas salieron a las calles para reclamar por los casos de corrupción en el uso de los fondos destinados a la construcción de los estadios para la Copa, pero también por la falta de inversiones en áreas como Educación, Salud y Transporte Público.
Las nuevas protestas, en las que participaron unos dos millones de personas, estuvieron motivadas principalmente por las novedades en el escándalo en Petrobras, que se suma al ya famoso Mensalão. La semana pasada, un total de 54 políticos fueron involucrados en las maniobras para desviar 3700 millones de dólares de la simbólica petrolera estatal entre 2004 y 2012. El dinero habría sido utilizado para sobornar a funcionarios y financiar campañas electorales.
La trama no distingue banderas políticas: entre los acusados aparecen dirigentes del PT y de dos de sus principales socios en el gobierno, el centrista Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y el derechista Partido Progresista (PP). Muchos de ellos son viejos conocidos en la función pública. Antonio Palocci, por ejemplo, se desempeñó como ministro de Economía durante la gestión de Lula y luego fue jefe de Gabinete de Rousseff, cargos a los que debió renunciar, en ambas ocasiones, por denuncias de enriquecimiento ilícito. Ahora es acusado por solicitar unos 666.660 dólares presuntamente desviados de Petrobras para la campaña presidencial que llevó por primera vez al poder a la actual mandataria. Otro de los implicados es el ex presidente Fernando Collor de Mello, quien dejó una triste marca en la historia de la democracia brasileña al tener que abandonar su cargo en 1992, a dos años de haber iniciado su mandato.
Collor de Mello dejó el poder después de implementar una política de confiscación de los ahorros de los ciudadanos –una especie de "corralito brasileño"–, lo que derivó en masivas manifestaciones pidiendo su renuncia y en un "impeachment", es decir, un juicio político que lo inhabilitó para ejercer la función pública. Esa figura, la del "impeachment", es la que ahora quieren aplicar, bajo la consigna "Fora Dilma", algunos sectores de la oposición y los medios de comunicación con mayor poder de penetración. Con posiciones más o menos reaccionarias, todos coincidieron en que la presunta participación de la presidenta en la trama de corrupción en Petrobras –cuyo Consejo de Administración fue presidido por Rousseff entre 2003 y 2010– es argumento suficiente para pedir su renuncia. Algo que, por el momento, es más una expresión de deseo de la oposición que una posibilidad jurídica real.
En una serie de marchas oficialistas, mucho menos masivas que las opositoras, el gobierno consideró los pedidos de "impeachment" como un "intento de golpe contra la voluntad popular" manifestada en las elecciones del año pasado, cuando Rousseff obtuvo el 51,6% de los votos, superando apenas por tres puntos a su competidor más cercano, el tucano Aécio Neves. Sin embargo, la presidenta no hizo la vista gorda ante las denuncias en Petrobras y aseguró que la justicia investigará a todos los implicados, independientemente de su filiación política. Algo que no se habían animado a impulsar los anteriores gobiernos brasileños, a pesar de que las primeras denuncias de corrupción en la petrolera habían aparecido ya en 1989.
Rousseff también relevó a la presidenta de Petrobras, María das Graças Foster, una decisión que, sin embargo, demoró meses en tomar. Y anunció la implementación de un paquete con seis medidas para combatir la corrupción que, entre otras cosas, ordena la tipificación del crimen de enriquecimiento ilícito para penalizar a aquellos funcionarios con un crecimiento patrimonial que no se adecúa a sus ingresos.
El fuego cruzado de acusaciones no dejó mucho espacio para pisar la pelota y analizar en mayor profundidad el significado del caso Petrobras. Sin embargo, algunos dirigentes lo hicieron. Es el caso del presidente de la Federación Única de Petroleros (FUT), José María Rangel, quien consideró que, detrás del escándalo en la petrolera, se esconden los deseos de privatización propios del poder económico concentrado.
Rangel denunció, además, el apetito del sector privado y el capital extranjero por cambiar el régimen de división de ganancias sobre la explotación de crudo en los megayacimientos submarinos ubicados en la capa geológica pre-sal. El hombre sabe de lo que habla: lidera una federación que representa al 70% de los trabajadores de Petrobras, es decir, unos 80 mil empleados de plantilla y otros 150 mil tercerizados.
Efectivamente, en el centro del escenario está la disputa por las fenomenales regalías de la empresa estatal. Como sucede en Venezuela con PDVSA o en México con Pemex, Petrobras es una inmensa fuente de recursos para financiar sectores estratégicos.
Sin ir más lejos, en junio de 2013 la Cámara de Diputados brasileña aprobó una ley que estableció que el 75% de las regalías por la explotación de petróleo deben ser destinadas a Educación, mientras el 25% restante tiene que ser dirigido hacia la Salud.
Esa disputa por los recursos públicos se desarrolla en medio de constantes turbulencias en la economía del gigante latinoamericano, que el año pasado se contrajo un 0,15% respecto de 2013. La inflación, por otro lado, alcanzaría en los próximos meses un 7,15%, cifra considerada alta para Brasil. Y, para completar ese complejo panorama, el país vive una de las mayores sequías de los últimos tiempos, que provocó enormes apagones y falta de agua en estados densamente poblados como San Pablo.
Esa delicada situación quizás explica la abrupta caída de la imagen positiva de Rousseff, que pasó del 42% en diciembre del año pasado al 23% en la actualidad, según la encuestadora Datafolha, perteneciente al derechista diario Folha de Sao Paulo. Además, el 77% de los entrevistados cree que la presidenta tenía conocimiento de la corrupción en Petrobras y el 60% la acusa de haber mentido durante la campaña electoral.
Rousseff deberá navegar por mares extremadamente complicados para sortear las dificultades que aparecieron repentinamente en sólo tres meses de mandato, pero que obviamente acarrea ya desde su primera gestión. Porque no sólo tendrá que hacer frente a los habituales embates de los sectores más reaccionarios de la sociedad brasileña. También deberá contener la crisis que se desató puertas adentro del gobierno después de anunciar un ajuste fiscal diagramado por Joachim Levy, su flamante ministro de Economía, apodado "manos de tijera" por su facilidad para aplicar recortes. Un ajuste que poco tiene que ver con las políticas de inclusión social implementadas desde el arribo de Lula al poder, hace 12 años.