Andrew Newberg científico.
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¿Puede la ciencia dar con el rincón donde se esconde el alma?
Fernando Sánchez Torres- Estamos frente a una nueva disciplina científica: la neuroteología o neurobiología de la religión, que es una incursión de la ciencia en terrenos religiosos, encaminada a ponerle piso científico a la hipotética interrelación de Dios con quienes creen en él.
Habiendo existido siempre una mutua prevención entre religión y ciencia, esta curiosa investigación mantendrá en ascuas a los escépticos y a los teólogos, a la espera de resultados dignos de crédito.
No obstante que para algunos investigadores las expresiones místicas comprometen distintas partes del cerebro, hace una década se llegó a afirmar que el lóbulo temporal era el “punto de Dios”. Ahora, los neuroteólogos, ¡eureka¡, han puesto en evidencia que cuando se piensa en Dios florecen las neuronas del lóbulo frontal.
El neurocientífico Andrew Newberg, pionero de la nueva disciplina, interpreta este fenómeno como un producto de la fe, de la espiritualidad. ¿Habrá fuerzas sobrenaturales en ese proceso? Recordemos que la fe, al decir del apóstol Pablo, es “la sustancia de las cosas que se esperan y la demostración de las que no se ven”.
Dado que el propósito es avalar científicamente la espiritualidad, se hace necesario tratar de entender qué es ella. Con frecuencia se utilizan como sinónimos los vocablos ‘espíritu’ y ‘alma’, pese a que en los diccionarios se les atribuyen variados significados. Para efectos de este comentario, espíritu se define como un principio generador, como un don sobrenatural, o como el alma racional.
A su vez, una de las acepciones de alma señala que es la sustancia espiritual e inmortal de los seres humanos.
Por ser algo imposible de definir, la palabra alma se ha prestado para especular con ella. Se le identifica con ‘soplo de la vida’, pero también con la vida después de la muerte. El alma ha sido tenida (tómese nota de que el hiato gramatical le otorga género ambiguo, bisexual) como la conjunción de todas las virtudes y defectos del ser humano (¿los animales tendrán alma? Uno escucha decir: “Tiene alma de león”).
El doctor Carlos Francisco Fernández: "Cuando hacía mis primeras armas como profesional de la medicina, leí un libro del maestro de la pediatría americana Florencio Escardó, titulado El alma del médico. Allí encontré que el alma es una abstracción, pero no una irrealidad. Es “el aliento que da vida, la fuerza que mueve a cada una de las cosas y a todas ellas en conjunto”. Sin que sea diferente a la del explorador o a la del artista, para Escardó el alma del médico tiene algo de peculiar o específico: es un alma en zozobra, un alma ecuánime, un alma heroica… Interpreté lo que quiso decir el maestro, pero no me quedó claro qué es el alma.
Lo cierto es que el espíritu o alma es algo sin lo cual las religiones no tendrían sentido, no existirían. Aceptado como dogma religioso, el alma es la encargada de recibir después de la muerte el premio o castigo según cómo nos hayamos comportado en la vida terrenal, a la luz de las normas eclesiales. Para ello sería necesario que ese sujeto incorpóreo, etéreo, inasible, al momento de expirar el cuerpo físico adquiriera un estatus especial, y con el nombre de ‘alma’ fuera a enfrentarse ante el tribunal de Dios. Para san Pablo, la resurrección se refiere al alma, es decir, a un cuerpo glorioso o espiritual, y no al cuerpo material. En Corintios se lee que “el cuerpo mortal no puede heredar el reino de Dios”.
Lo interesante del asunto es que de ese ente abstracto nada se sabe, lo que constituye uno de los misterios insondables de las religiones y uno de los más zarandeados por los filósofos, tanto que el ‘dualismo’ es una escuela filosófica.
En el ámbito de las religiones mistéricas, es decir, de las que contemplan la posibilidad de una vida venturosa después de la muerte, se le confunde con ‘ánima’, que es ese fantasma que deambula también por el mundo de los vivos, asustando a los niños desobedientes y a los adultos ingenuos, y que los creyentes invocan o ahuyentan llamándolo ‘ánima bendita’.
Si la neuroteología está empeñada en tratar de entender la relación del cerebro con fenómenos teológicos, metafísicos, ¿no será que lo que pretende es poner al descubierto el sitio donde anida el alma, o espíritu, que es el sujeto vinculante con Dios?
Esta pretensión no es nueva: Aristóteles, en plena madurez intelectual, escribió un tratado (Acerca del alma), donde afirma que el alma “es como el principio de los animales” y que “resulta dificilísimo llegar a tener conciencia alguna acerca de ella”.
En términos filosóficos, señala que el alma es entelequia del cuerpo natural que en potencia tiene vida. Por su parte, santo Tomás (siglo XIII) escribió miles de páginas para explicar lo que es el alma. Admitía –como buen peripatético– que existen tres almas: una está en el pecho; otra, en todo el cuerpo y la tercera, en la cabeza.
Para Descartes (siglo XVII), el alma se asentaba en la glándula pineal. En el siglo XVIII, el ilustrado Voltaire le dio un espacio amplio al tema en sus Cartas filosóficas. Decía que la palabra alma es una de esas que pronunciamos sin entenderlas, pues solo entendemos las cosas cuando tenemos idea de ello; si no tenemos idea del alma, luego no la comprendemos.
Para Voltaire, “el alma es un reloj que Dios nos concedió para dirigirnos, pero no nos ha explicado la maquinaria de que se compone”. Acepta que el alma es un dogma religioso que hay que acoger, con la salvedad de que la inmortalidad “es la idea más consoladora y al mismo tiempo más represora que el espíritu humano pudo concebir”.
Se ha hecho creer que quienes no acepten ese dogma están condenados a ir a parar a uno de los círculos impíos descritos por Dante en su Divina Comedia, donde sitúa a Epicuro y todos sus sectarios, ”que pretenden que el alma muere con el cuerpo”.
Unamuno decía que “lo que llamamos alma no es nada más que un término para designar la conciencia individual en su integridad y persistencia”. Y añadía: “Nuestro espíritu es alguna especie de materia o no es nada”.
Alguien más cercano, Milán Kundera, en La insoportable levedad del ser fue más explícito, pues afirmó de manera categórica que el alma no es otra cosa que la actividad de la materia gris cerebral, por lo que los inquietos neuroteólogos no estarían muy despistados al informar haber captado lo que ocurre en el cerebro cuando se invoca o se cree estar viendo a Dios. Veinticinco siglos después de Aristóteles, un científico inglés, ganador del Premio Nobel de Medicina por haber descubierto la estructura del DNA (1962), puso en circulación un libro cuyo título es de verdad atractivo: La búsqueda científica del alma. Una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI.
Seguramente el autor, Francis Crick, quiso seguir la huella de Aristóteles, pues su propósito fue tratar de explicar en términos científicos el misterio de la conciencia dentro del marco visual, es decir, de lo que ocurre en el cerebro cuando vemos algo. Al final del libro reconoce que este tiene muy poco que ver con el alma humana, lo cual puede interpretarse como una tomadura de pelo a los lectores, pues la obra advertía en el subtítulo que el contenido era, nada más ni nada menos, que “la búsqueda científica del alma”. A Crick le pasó lo mismo que al filósofo norteamericano Daniel Dennett, quien en 1991 escribió un ensayo titulado ‘Una explicación de la conciencia’, donde promete contar lo que la conciencia es. Su relato lleva a la frustración, pues deja la sensación de que la conciencia no existe.
El nobel John Eccles publicó en 1992 su docto estudio La evolución del cerebro: creación de la conciencia, prologado por el filósofo Popper. Allí se defiende la existencia del alma, producto de una creación espiritual sobrenatural. Son palabras suyas: “Cada alma es una creación divina que se implanta en el feto en crecimiento en algún momento entre la concepción y el nacimiento”. Así pensaba santo Tomás. Curioso, ¿verdad? Un científico de finales del siglo XX pensando como un teólogo del siglo XIII. Otrosí, para Eccles el alma es inmortal, es decir, comulga con la teoría dualista, con el orfismo y con san Pablo.
En el 2003, el neurofisiólogo colombiano Rodolfo Llinás dio a conocer su obra El cerebro y el mito del yo, la cual, en lenguaje coloquial, recoge lo fundamental de su extenso y profundo conocimiento del maravilloso universo que constituyen las células cerebrales. El cerebro puede considerarse una especie de caja de Pandora, por todo lo que guarda dentro, tan oculto y sorprendente. Al abrirla con mano experta –como la del investigador Llinás– aflora cuasidesembozada la materia gris, con su miríada de neuronas, axones y circuitos en estado funcional. Expuesto el misterio, el científico rubrica su interpretación con una frase entre críptica y poética: “La actividad cerebral es una metáfora”. Gabriel García Márquez, quien prologó el libro, manifestó que le hubiera gustado conocer el lugar del cerebro donde se incuba el amor. A otros, como a los neuroteólogos, seguramente les hubiera complacido que el doctor Llinás precisara el sitio donde reside el alma o espíritu, y saber cómo funciona cuando se dialoga con Dios.
Tanto el trabajo de Crick como el de Llinás apuntan al mismo blanco: bucear en la maraña cerebral para sacar a flote los misterios que oculta, con la reserva de la que este me hizo caer en cuenta cuando alguna vez le pregunté acerca de la tesis de aquel: “Zapatero a tus zapatos”, fue su respuesta, haciendo alusión a que Crick es físico y bioquímico, mas no neurobiólogo.